Cuando nuestro lugar más frecuentado no era precisamente el salón de nuestra casa
[dropcap]C[/dropcap]orría el año 1991. Allá por esos años estrenaba la decena de edad compaginando las pillerías y la asistencia regular a clase con el increíble mundo de los videojuegos. Por suerte, gracias a una Spectrum ZX+2 que estaba en posesión de mi hermano y a una flamante Master System que me regalaron por mi primera comunión.Un viernes más, postrado en la fría e incómoda silla del aula, mientras evitaba que el antipático profesor de turno me pillara mientras intentaba ver la hora, contaba los minutos para que ese «Riiiing» ensordecedor anunciara el final de las clases. A fin de cuentas no era un día cualquiera. Deseado como el mayor de nuestros tesoros por fin era viernes. Expectante por llegar a mi pequeña y acogedora casa, e hincar el diente al almuerzo que con tanto empeño preparaba mi madre a diario, solo rondaba una cosa por mi cabeza, que dieran las seis de la tarde para reunirme con mis amigos. Mientras, hacía algo de tiempo leyendo mis colecciones de cómics o recolectaba las monedas que había conseguido durante la semana.
-«¡Eh Alberto! ¡Ya estamos aquí!»- Dispuestos como todos los viernes, mis compañeros de aventuras me esperaban para marchar una vez más al lugar que nos mantenía abducidos al igual que a montones de niños y mayores de la época, un lugar verdaderamente mágico donde las horas parecían no pasar. Y es que a tan solo unos cientos de metros de mi casa, había un lugar que marcó la infancia de cientos de jóvenes, un lugar en el que tan solo atravesar sus cristaleras opacas de color miel te hacían sentir en otro mundo, un lugar que a día de hoy reconocería por su característico olor a tabaco y donde el único amo y señor era una persona de edad avanzada, de complexión gruesa y con la simpatía del mismísimo Gimli.
Portando su preciada riñonera de cuero llena de monedas de cinco duros, las 25 pesetas de entonces, se preparaba como cada tarde de fin de semana para surtir a las oleadas de jóvenes que estaban por llegar. Solo me queda un vago recuerdo sobre su característica camisa de rayas, su manera de caminar, casi arrastrando una pierna, y su mezcla de repugnantes olores que rondaba entre el agrio y a tabaco. Como cada tarde, su trabajo era vigilar que todas las maquinitas funcionasen perfectamente. Mientras tanto, recorría paso a paso el largo y ancho el salón mientras sonaba ese característico sonido del tintineo entre monedas de su riñonera.
Visitar un salón recreativo te hacía sentir como si cruzaras el umbral hacia un mundo lleno de aventuras únicas.
Ahí estaba yo, acompañado de mis inseparables compañeros de aventuras. Nos disponíamos a comenzar una nueva aventura. Entre sonidos de pinballs y bits de máquinas arcade, comenzaba la difícil decisión de elegir cuál sería la afortunada. Colas de chavales aguardaban su turno de juego, otros muchos tan solo cotilleaban la cima de puntuaciones en busca de sus iniciales, mientras los que menos dinero o experiencia tenían tan solo pasaban el rato disfrutando viendo jugar a los demás.
Por fin! Mi turno llegaba. Al ponerme frente a los mandos, un sugerente y parpadeante mensaje en inglés «INSERT COIN» abarcaba toda mi atención. En ese momento, echando la mano al bolsillo, agarré un par de monedas, dejándolas caer por la ranura y borrando ese molesto mensaje que como si de un muro se tratara y cuyo único objetivo era impedir emprender mi viaje. Ya habíamos pagado el peaje para visitar ese mundo virtual. A pesar de ese cenicero lleno de hollín, las quemaduras de cigarrillos en la estructura y esa molesta pantalla de tubo a escasos centímetros de mi cara llena de píxeles, agarré el joystick dispuesto a emprender una nueva aventura.
A partir de entonces ya no había nada que me molestara, ni tan siquiera esa nube de niños que como moscas se arrimaban cada vez más mientras sugerían cuál y cómo t que tendría que ser mi próximo movimiento. A mi lado, Javier, uno de mis mejores compañeros de juego, agarró los mandos y, mirándome convencido me preguntó:
-«¿Vamos allá?»-«Por supuesto»- le respondí. Entonces, como si de una nave espacial se tratase, pulsó el botón de cooperativo y antes de que nos diéramos cuenta, habíamos empezado el viaje hacia una lejana galaxia.
Golden Axe, Fatal Fury y Metal Slug, entre muchos más, fueron partícipes de una de las épocas más importantes de los salones recreativos.
No había un momento más emocionante que ese. Minutos y minutos que se esfumaban abducidos totalmente por una aventura que de lo que menos podría alardear era de un gran argumento; un mata-mata constante de pulsaciones que se intercalaban en un baile perserverante, junto a los a los bruscos giros del joystick y alguna que otra palabrota. Una especie de bucle perpetuo mientras nos quedaran monedas en el bolsillo.
Tras horas y horas de diversión, un día más en nuestra aventura virtual había llegado a su fin. Con los bolsillos vacíos y una sonrisa que nos llegaba de oreja a oreja, salíamos de ese mundo de fantasía en el que convertía el salón recreativo del barrio. Mientras que paso a paso, nos dirigíamos a nuestras casas, solo nos quedaba comentar esas maravillosas horas que habíamos pasado matando enemigos, ganando carreras o convirtiéndonos en campeones mundiales de algún deporte. Un lugar donde todo valía, alejado de donde había problemas y preocupaciones, y donde nosotros mismos nos convertíamos en los verdaderos protagonistas de aventuras que quedarían grabadas por siempre en ese TOP10, como si de un libro de historia se tratara.